LA PODEROSA
La mujer estaba sentada en una mesa que le permitía observar sin ser
observada. En su mano sostenía una copa de vino que emitía un aroma florar con
notas frutadas, y sus labios del mismo color esbozaron una sonrisa cuando vio
a su objetivo entrar en el bar.
Se trataba de un hombre de treina-y-tantos,
atractivo y bien vestido, que se sentó directamente a la barra. No daba la sensación de estar esperando a nadie y su oscura mirada recorrió el lugar, deteniéndose en las figuras femeninas.
Antes de que eligiera a su próxima presa, la mujer se levantó. Su vestido de color amarillo era como un cartel de neón; los encajes se pegaban a su cuerpo como una segunda piel, tenía un pronunciado escote en forma de uve que no dejaba lugar para la imaginación y una falda tan corta que apenas le cubría el trasero.
—Otra copa, cariño —le pidió al camarero con un ronroneo.
—Otra para mí y cárgalas a mi cuenta —pidió el hombre al instante.
La mujer se hizo la sorprendida, como si hasta entonces no se hubiera percatado de su presencia. Él la miraba como a cualquier otra, sin reconocerla.
A raíz de la invitación comenzaron a charlar, ella apoyando sus dedos terminados en uñas de gel en su brazo, él rozando su rodilla justo por encima de la caña de sus botas. En un momento dado ella se marchó al baño. Cuando regresó, tuvo cuidado de no beber de la copa hasta que el camarero no le hizo la señal.
Las manos y las palabras de él se volvieron más audaces, y ella fingió que comenzaba a estar afectada para que él se confiase. Conforme el hombre vaciaba la copa, sus movimientos se ralentizaron y su conversación se volvió inconexa.
—¡Ya era hora! —La actitud de la mujer cambió radicalmente—: Venga, levántate, vamos a hablar a un sitio más íntimo.
El hombre la siguió tambaleándose hasta el callejón en el que había aparcado la moto.
—Te presento a La Poderosa. ¿Has oído hablar de ella?
El pavor nubló sus pupilas y su cuerpo comenzó a temblar, incapaz de huir.
—¡Veo que mi reputación me precede! —Su voz era puro regocijo—. ¿De verdad pensabas que nadie te daría de tu propia medicina?
—P-por... f-favor...
—Pídemelo de rodillas.
El hombre prácticamente se desplomó mientras sollozaba como un animal.
—Eres penoso. —Le escupió directamente en la cara—. ¿Sabes por qué me
convertí en mafiosa? Para limpiar las calles de escoria como tú.
Le dio una fuerte patada en el pecho que le tumbó en el suelo. Seguidamente desenganchó una barra de metal que estaba unida a la parte trasera de la moto, como un remolque, y le esposó las muñecas a sus extremos.
—Supongo que la dosis estaba ajustada para una mujer y por eso no pierdes la consciencia... Peor para ti.
La mujer se montó en la moto y arrancó, ahogando el sonido de sus gritos.